miércoles, 16 de abril de 2008

LOS DOMINGOS DE JULIO OLACIREGUI

LOS DOMINGOS DE JULIO OLACIREGUI
Por GABRIEL URIBE*
g.uribe@hotmail.fr
LOS DOMINGOS DE CHARITO, novela de Julio Olaciregui, Editorial Planeta, Bogotá, 1986
Tomado del Magazine Dominical de VANGUARDIA LIBERAL, texto publicado originalmente por Revista Dos Mundos N° 3, Bogotá, 1988
Publicado en NTC ... 285 del 16 de Abril de 2008 **

El domingo, día de descanso por excelencia, es un tiempo fuera del tiempo. Día extra en el mundo del trabajo, período no contabilizado para las cosas importantes, tiempo asignado al ocio, al descanso obligado.
El narrador de la novela de Julio Olaciregui encontró la manera de convertir el domingo, sus domingos, en literatura. Sin embargo, no sólo el narrador vive el día de su creación en un domingo. También los personajes perduran a lo largo de un lapso de tiempo en que el trabajo, la familia, los amigos, todo, parece hacer parte de un juego y que en la novela no sería otro que el verdadero juego de la vida, para decirlo con aire de canción.
Un crítico francés dice que los personajes de Marguerite Duras viven en vacaciones perpetuas. Los de la novela de Olaciregui, viven en un domingo indefinido y constante. Ninguna actividad, ninguna función de tipo salarial tiene el sello distintivo del mundo del trabajo. No deja de ser sintomático que el narrador haya escogido precisamente el domingo como pivote del mundo que se propone engendrar.
Aquí, contrariando a las Sagradas Escrituras que dedican ese día al descanso, el narrador trabaja; pero trabaja en algo que es considerado como un juego, que hasta nos parece fácil (no olvidamos que al lado del narrador, llevándole la mano, hay un escritor hábil, conocedor ya de su oficio). El juego de la escritura, ya se sabe, no es cualquier tipo de juego sino el juego de los juegos, ése donde las reglas las fija el jugador mismo.
Pero volvamos al domingo, que en esta novela es dos cosas al mismo tiempo: de una parte, es el día en que el narrador se refugia en su cuartito aislado del mundo (París) para reconstruir su mundo propio (Barranquilla) a partir de vivencias próximas y lejanas. De otra parte, el domingo es también el día de la novela, su tiempo ejemplar, ese que gira y que pasa a lo largo de las 280 vueltas de página de un mundo donde todo, desde las ideas políticas hasta el sudor que permite ganar el pan diario, tiene el carácter de lo provisional, de lo inestable, del mientras tanto, la pausa del domingo.
En ese juego novelesco todo es terreno elusivo, cambiante como la forma misma de la novela, forma cuya única misión parece ser la de dejar florecer y hacer desaparecer en seguida un mundo donde el verbo es rey; la palabra es instantánea, volátil. No sobra recordar que, tambien aquí, las imágenes sucesivas que la novela nos entrega están hechas de la misma materia que las frases de aquel libro de arena de que nos habla Borges, y más nos vale mirarlas, es decir leerlas bien de una vez por todas, porque van a desaparecer de nuestra sensación (de nuestro juego) para siempre. Los Domingos no sirve como libro de cabecera. Ninguna lectura posterior, ningún análisis podrá devolvernos la primera, irrecuperable maravilla.
Y como la forma de la novela, los personajes que encontramos son libres, no importa que sean a veces sólo un nombre y que hasta los confundamos, ni que detrás de ellos o dentro o en algna parte sospechemos la presencia del autor insuflándoles una vida de papel y tinta para que sean lo único que les está dado ser: personajes de ficción. Son libres pero no sufren de crisis existenciales, no los desgarra ninguna encrucijada, no les atormenta ni les asusta el mañana, se ríen serenamente de la finalidad que pueda tener el (su) mundo. Sin embargo, son seres determinados, compuestos a la medida de la novela que los contiene, que los transporta de una página a otra, hechos para vivir, es decir para durar mientras dura la vida, mientras corre el tiempo de la novela, ese espacio para ellos insustituible, limo vital que además de contenerlos les permite revelarse, llegar a ser.
Julio Olaciregui le vuelve completamente la espalda al famoso consejo que Flaubert daba a Maupassant: describir un caballo de tal manera que se nos aparezca en su esencia real, inconfundible entre cincuenta caballos del mismo color y de la misma raza. El narrador de Los Domingos no se presta para ese ejercicio de individuación estética.
Por el contrario, el narrador toma cosas, personajes y situaciones como si buscara, no que se confundan, pero sí mostrarnos hasta qué punto son y somos semejantes, cómo nos parecemos y cómo la vida cotidiana es cotidiana para todo el mundo, en todas partes.
Hasta los personajes que pudiéramos llamar caracterizados, enteros, dejan un margen enorme de libertad al lector, que puede imaginarlos, cercarlos, acomodarse a ellos y con ellos divagar, acompañarlos en búsquedas y errancias por esa Arenosa de sueños, tan huidiza y sin embargo tan presente. Fijémonos que la Barranquilla de la novela no está descrita, no es un lugar, es una atmósfera.

Ninguno de los seres anónimos que pueblan el universo de Los Domingos está instalado en la vida de una vez y para siempre. Incluso don Narci y la niña Marleni, tan "habituales" en su vida normal de todos los días, son presencias que están de paso. Sin utilizar recursos desmedidos, sin hacer contorsiones con la estructura del libro ni alambiques con la lengua, sin complicarle la vida a los personajes ni atormentar la inteligencia del lector, la novela nos entrega sus diferentes tiempos como sobre una plataforma, perspectiva móvil, especie de presente contínuo, reiterativo a veces como el de los sueños.
La intriga, diluida, tenue, casi inexistente se parece al destino de los personajes, destino incierto y, como el de cualquier ser humano, destino sólo al final, con la última página del libro, o con la muerte. Como no existe la tensión del suspense, ese hilito mentiroso que nos va tironeando, el personaje vive libremente su destino, y le va dando, en cada una de sus acciones, un último toque. Pero la intriga no nos interesa, el autor se las arregla para que la olvidemos pronto.
Lo que nos interesa no es ya qué va a hacer cada personaje sino el hecho inmediato, escueto de estar leyendo un libro, yendo al encuentro de lo que nos propone la página, adentrándonos en una novela que se burla con eficacia de las convenciones del género. La palabra del narrador describe pero la descripción no es el inventario detallado del naturalista sino más bien la narración misma hábilmente camuflada; los diálogos, por su parte, vehiculan una resonancia descriptiva.
Con su manera cuidadosamente espontánea de contarnos las cosas, Olaciregui-el-narrador está dentro y fuera de los personajes, cambia de voz y de óptica, se sitúa cada vez en la perspectiva más adecuada, no para hacernos ver a la manera behaviorista, ni para obligarnos a palpar el realismo de su palabra, sino para cumplir la misión del narrador simplemente, es decir para estar ahí con su tiempo libre del domingo, contándonos, permitiéndonos que le sigamos su cuento.
Si Julio Olaciregui no fuera el escritor avezado que es, se podría pensar que se impuso como tarea el evitar la banalidad de lo típico, sin dejarse caer en la abstracción de un imaginario desarraigado. El carnaval de Barranquilla, por ejemplo, pasa de verdad ante nuestros ojos, se nos mete en los oídos; no es una descripción de colores subidos y folcror romántico, no es un paisaje de cromo ni de tierra querida y eso, no es tampoco la visión rápida del turista ni la estrecha del lugareño; el carnaval pasa de verdad porque lo vemos, y lo sentimos porque estamos inmersos en él, somos parte del recuento perfectamente concertado, aunque esporádico, de las situaciones que afectan a los personajes, esa especie de mínimos, instantáneos aconteceres, serie sucesiva de vivencias de una pandilla alegre que se incorpora a la fiesta multitudinaria, y nosotros con ella.
De tal manera que junto con los personajes nos adentramos en el Carnaval. Pero sin romperlo ni mancharlo, igual que Fabricio del Dongo en la batalla de Waterloo, participando sólo parcialmente de las cosas, humana y no divinamente, con las mismas prerrogativas que cualquier otro enfiestado.
Y como la del Carnaval, las otras situaciones son fieles reflejos del suceder cotidiano. Ni son comienzo ni son fin de nada. Y aun esa acción decisiva y que en otro contexto se prestaría a lo melodramático, el abandono del hogar por parte de Charito, se inscribe en un suceder minucioso de actos intrascendentes, de fallidas esperanzas, en ese deambular contínuo de personajes que creyendo saber qué son, quiénes son, no terminan nunca por encontrarse a sí mismos.
Pero esos seres que ocupan el centro del mundo porque son personajes de novela, que viven a la deriva de ese domingo sin fin en que se han convertido sus vidas, no son puros; están contaminados por la realidad de este lado del libro, expuestos a la mirada inteligente del mago que los ha ido sacando de la manga, para verlos crecer a medida que se acumulan las páginas, verlos afanarse en vaivenes mezquinos, desear el cielo, gozar a sus ratos, soportar a sus semejantes.
Es como si Augusto, Vicente, Charito y los otros se hubieran ido apareciendo por turnos, necesitados de venir a la vida, y entonces Olaciregui-el-autor los hubiera enviado donde el otro, donde Olaciregui-el-narrador enclaustrado en su cuartito de París. El narrador los deja venir a visitarlo, dispuesto a no hacerles mucho caso, divertido y resuelto sin embargo a seguirles el juego, pero a distancia, para ver hasta dónde llegan, sin fijarles límites ni horarios, sin tomarlos ni tomarse nunca en serio.
Hay una técnica hábil, sutil, dosificada a lo largo de la novela, técnica sin ningún tipo de alarde ya que es una batalla ganada en el momento mismo de librarse, en el campo de la escritura. Ningún relente de teorías, ningún propósito extra novelístico viene a empañar la página; el verbo no está, le verbo es, desde el principio, y corre con derecho propio por su vasto y exclusivo dominio.
Sin embargo, pese a toda su discreción, el escritor, consciente de sus propósitos y sabedor de los medios de que dispone para lograrlos, se delata, se deja atrapar, lúcido, irónico, mordaz a veces y nostálgico en el vuelo de más de una frase. Si fuera obligado establecer una comparación entre ésta y otra novela, lo haríamos poniendo en el otro platillo de la balanza una obra que sería, a la vez, la más próxima y la más lejana respecto a la que estamos comentando: Hasta el sol de los venados. Sólo la novela de Perozzo, esa ambiciosa formulación verbal, recia, poética y desmedida, serviría de contrapeso a la de Olaciregui, confesión íntima ésta, pública carta de amor por la vida y las cosas de la vida, diario de una nostalgia recreada. Entre las dos novelas, para el desprevenido lector, quizá la de Julio Olaciregui tenga una ventaja: menos páginas.
Para terminar, digamos que en Los domingos de Charito hay un propósito permanente de construcción, más que de información estética. Su misma composición, peligrosamente centrífuga, se manifiesta en su división más aparente, la externa, esa de partes y capítulos que toman sus nombres de los puntos cardinales, visión horizontal del mundo, tensión espacial de lo plano, a las que se añaden el cenit y el nadir, la visión vertical, para darnos, ya no en palabras sino por la vía de un orden puramente estético, la tensión total del espacio de la novela como libro. Los capítulos que componen estas partes toman sus nombres de los días. Pero, además, para acentuar las oposiciones, esta rosa de los vientos está complementada por el color: blanco, negro, rojo y azul. Por eso decimos que en esta organización de las grandes partes del texto narrativo está ya implícita la intención del autor, que no es la de concentrar en unos cuantos párrafos, en unas líneas, una historia, un destino, sino al contrario, extender, sin distorsionar ya que la escritura reposa sobre firmes coordenadas que el autor ha previsto, esos destinos, esas historias que se desprenden de una trama única: la propia del escritor, quien ejerce una actividad de domingo para realizar su función, el gratuito oficio de traer personajes al mundo, "preocupado por retener los días y las substancias, al pie de la letra".
Estrasburgo, Julio de 1988. g.uribe@hotmail.fr
Tomado del Magazine Dominical de VANGUARDIA LIBERAL, texto publicado originalmente por Revista Dos Mundos N° 3, Bogotá, 1988
LOS DOMINGOS DE CHARITO, novela de Julio Olaciregui, Editorial Planeta, Bogotá, 1986
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* Gabriel Uribe, 9 de marzo de 1947, Socorro, Colombia. Después de desempeñarse como profesor en Mérida, Venezuela, se radicó en Francia. Vive desde1980 en Estrasburgo, donde trabaja para los planes de formación contínua profesional. Ha publicado Maquiavelo en Verona, novela histórica, Ediciones UIS, Bucaramanga, 1998; El último retrato de Cecilia Tovar, novela policíaca sin muerto y sin policías, Editorial VERICUETOS, Paris, 2006; cuentos, ensayos y fragmentos de teatro suyos han aparecidos en diversas revistas literarias de Colombia y de Francia. PANAMERICANA EDITORIAL publicó su biografía sobre Nicolás Maquiavelo: la conducta de los poderosos, Bogotá, 2006.
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** de gabriel uribe < g.uribe@hotmail.fr > para < ntcgra@gmail.com >
fecha 11-abr-2008 6 asunto Sobre Olaciregui
Estrasburgo, once de abril, 2008
Amigos de NTC …
Primero quiero agradecerles la buena acogida que me brindaron desde el comienzo, junto con los otros detalles, su blog vino a llenar un espacio que hacía rato estaba ayuno en mis ocupaciones intelectuales, por todo esto, un gran GRACIAS! y como el que queda contento repite, aquí les envío a manera de segundo plato, sin querer en ninguna forma acaparar su espacio, este texto, que, aunque tiene algunos años, al releerlo lo encontré todavía vigente. Se trata de un intento de ensayo sobre la primera novela de Julio Olacireguí, que publiqué hace ya 20 años! Pero mirándolo bien no tiene ninguna arruga, y permite entender mejor lo que Julio ha publicado después, en el mismo orden de cosas. El texto fue publicado por la revista Dos Mundos y luego reproducido por el Magazin de Vanguardia Liberal.
Cordialmente, Gabriel U.